La colonia británica de Kenia, en África Oriental, no era un lugar muy tranquilo para vivir, en aquel otoño de 1952. Una siniestra sociedad secreta, los mau-mau, estaba sembrando el pánico.
Kenia, un país cuya superficie es análoga a la de España, albergaba entonces diez millones de habitantes pero ya no era tan fácil de gobernar para la minoritaria colonia inglesa. Algunos hombres de color -muchos de ellos educados en Londres- exigían una gradual transición hacia un gobierno propio. Otros, simplemente querían exterminar a los odiados blancos. Por primera vez el bwana (nombre con el que se designaba al amo) tenía miedo. Todos los europeos estaban armados, hasta las mujeres que iban a hacer las compras.
Pero ni siquiera las armas más modernas podían eliminar el espanto cuando se encontraba, en la puerta de calle de la casa, la sentencia de muerte que enviaba el mau-mau: un gato ahorcado, pendiente de una cuerda, anunciaba la próxima víctima de la secta.
Los mau-mau, la sociedad secreta más temida de África, estaba integrada en su mayoría por nativos de la tribu kikuyu, cuyas edades iban desde los 18 hasta los 25 años. Los aspirantes se congregaban a la medianoche en la selva. Allí, un brujo los conducía a una cabaña a la que debían entrar desnudos, llevando en la mano derecha un bastón y en la izquierda un puñado de tierra. En el interior del recinto, alumbrado con la mortecina luz de una antorcha, se hallaba un enmascarado que sostenía en su mano una rama impregnada de tierra y sangre de carnero. Los futuros mau-mau comenzaban el rito metiéndose en la boca el extremo de la rama.
En la ceremonia se usaba asimismo ojos de carnero, espadas y cuchillos, con el propósito de atraer la muerte sobre los hombres blancos. Durante el ritual, el hechicero arrancaba los ojos a un carnero vivo, luego abría el estómago del animal y vaciaba su contenido en un recipiente en el cual agregaba tierra, agua y polvos a los que se les atributan poderes mágicos. Los ojos del carnero eran pinchados reiteradamente con dos espinas y clavados en los extremos de un arco de hojas y ramas flexibles.
Todos debían beber un trago de la asquerosa pocima y luego pasar inclinados por debajo del arco. Se adornaba a los aspirantes con anillos de hierba en la cabeza, en el cuello y en las muñecas. También debían beber siete sorbos de sangre o morder siete veces el carnero muerto y dar el mismo número de vueltas en torno del animal sacrificado.
Seguidamente, el brujo entregaba a cada iniciado una piedra negra con seis perforaciones y, mientras el nuevo mau-mau metía una pequeña rama en los agujeros de la piedra, repetía siete veces las palabras del hechicero que recitaba el juramento de la secta:
Si me ordena cortar la cabeza de un blanco y me niego a hacerlo, el juramento me matará.
Si revelo algún secreto del mau-mau, este juramento me matará.
Si yo veo a alguien robando a un blanco, no lo descubriré; al contrario, le ayudaré a esconderse.
Si yo rehuso a hacerlo, el juramento me matará.
Si los compañeros acuerdan hacer una cosa, buena o mala, y yo me niego a obedecer, este juramento me matará.
El juramento tenía que ser acatado también por la mujer del adepto a la secta y por sus hijos, desde los seis años. Finalizada la iniciación, los adeptos eran enviados en grupos a cometer asesinatos de blancos y de negros que se negaran a utilizar la violencia contra los británicos. Los forajidos iban armados de cuchillas, machetes y manoplas que semejaban filosas garras de leopardo.
Algunos estudiosos explican que la secta mau-mau deriva de la sanguinaria sociedad secreta de los “hombres leopardos”, célebre en el Congo y otras regiones vecinas por su extremada crueldad.
La analogía de ritos de los mau-mau; de los simbas, “hombres leones”; de los niyocas, “hombres cocodrilos” y de los aniotos, “hombres leopardos”, muestra que existe un fondo común en estas sectas africanas, que han ocasionado más muertes que todas las fieras del continente.
Los “hombres leopardos” surgieron de la tribu BaPakombe, oriunda del Congo nororiental. En esa región habitaban los pigmeos, que fueron desalojados por los BaPakombe, refugiándose en la selva, donde viven de la caza. La tribu invasora SE dedicó al cultivo hasta que, en la década del veinte, otro pueblo de feroces guerreros, los WaNan de, entró en escena disputando por la fuerza las antiguas posesiones de los pigmeos.
Los BaPakombe no pudieron impedir que gran. des extensiones de sus tierras fueran ocupadas y, por último, se vieron obligados a pedir una paz humillante. Pero no todos los miembros de la tribu derrotada estaban dispuestos a aceptar esta situación.
Nació entonces entre los BaPakombe una sociedad secreta para aterrorizar las aldeas de los WaNande mediante el crimen. Los guerreros que integraban la secta eran denominadosaniotos, “hombres leopardos”. Se vestían con pieles de esa fiera, cosidas de tal modo que les cubrían la cabeza y el pecho, con dos agujeros para los ojos. En ciertas ocasiones usaban también largos guantes de la misma piel en los brazos y las manos, con orificios por donde pasaban el pulgar y el índice, para poder apretar la garganta de sus víctimas.
En la muñeca de la mano derecha llevaban un grillete de hierro, el cual se prolongaba en tres o cuatro púas del mismo metal, curvas en su parte media, cuyos extremos culminaban en afiladísimas hojas. Una vez cerrado el puño, las cuchillas asomaban entre los dedos y sus cortaduras podían producir heridas tan atroces como los zarpazos del leopardo.
Los cuerpos de las personas asesinadas eran mutilados espantosamente. Luego borraban sus propias huellas y, con un bastón que tenía un extremo tallado en forma de pata de leopardo, dejaban impresas las huellas del felino. Por último, se ocultaban en lugares remotos de la selva, sólo conocidos por ellos.
En ocasiones arrancaban los ojos a sus víctimas para hervirlos en ollas con sus cuchillos, en la creencia de que luego éstos no errarían el blanco. El corazón, el hígado y los órganos genitales eran comidos en horripilantes banquetes o secados para fabricar dawa, una “medicina” estupefaciente.
Los aniotos, que comenzaron sus homicidios contra la tribu WanNande, continuaron sus actividades durante décadas. Poco antes de la independencia del Congo, en 1 960, las autoridades coloniales de Bélgica lograron descubrir un nutrido contingente que estaba produciendo estragos en la tribu de los mczbudu.
El caudillo de los “hombres leopardos”, Mbako, era jefe de un gran poblado y llevaba una vida que no hacía despertar sospechas. Había encontrado para sus aniotos la mejor de las coartadas: todos los miembros de la secta estaban muertos… pero sólo en el registro de defunciones de su aldea, que el ingenioso Mbakopresentaba periódicamente a la administración belga.
El testimonio de un hombre que había sido raptado para utilizarlo como esclavo y que logró escapar, sumado a la captura de un “hombre leopardo” con las manos ensangrentadas, inmediatamente después de cometer un crimen, llevó a la detención de Mbako y sus asesinos.
De esta manera quedó erradicada la monstruosa cofradía en el Congo. Sin embargo, África no se libraría de ese flagelo tan fácilmente. En la colonia británica de Kenia ya estaban actuando centenares de sus discípulos más aventajados, congregados en la tenebrosa secta mau-mau.
El Ataque de MAU MAU: Para llevar a cabo sus crímenes, los mau-mau no sólo usaban las garras de metal de los aniotos; utilizaban también otras armas no menos horrorosas: la panga, cuchilla de gran tamaño, larga y pesada, similar a un machete; el simi, espada de doble filo en forma de guadaña; y el rungu, garrote de madera con clavos.
En cada asesinato debía tomar parte el conjunto de los miembros del grupo, de manera que todos fuesen culpables y ninguno pudiese delatar a sus cómplices. Al igual que los “hombres leopardos”, arrancaban los ojos a sus víctimas pero con un sentido mágico diferente: para que el “espectro” del muerto no pudiera identificar a los asesinos.
Además de las ceremonias de iniciación que hemos reseñado, los mau-mau que ingresaban a la secta debían pagar tres libras esterlinas. Así los caudillos de la sociedad secreta no sólo contaban con fanáticos sino también con fondos para desarrollar sus actividades.
Los británicos, que extremaron al máximo las medidas de represión, hicieron formular su propio juramento para contrarrestar el de los mau-mau. Millares de negros fueron obligados a pronunciar este exorcismo legalista: “Si yo nunca he prestado juramento al mau-mau, nunca lo prestaré; en caso contrario, este juramento me puede matar Si soy forzado a prestarlo, lo comunicaré a las autoridades; en caso contrario, este juramento me puede matar.. Yo soy y seré siempre súbdito leal a Su Muy Graciosa Majestad, la Reina Isabel”.
Tras esta ceremonia, muchos nativos eran incorporados compulsivamente a una milicia que colaboraba con los ingleses en la lucha contra la secta. Por regla general, este reclutamiento no lograba otra cosa que un mayor número de homicidios por parte del mau-mau, como aviso de lo que les esperaba a los próximos “desjuramentados”.
Los colonos ingleses -en Kenia la proporción era de un blanco por cada ciento treinta y seis negrosno abandonaban sus armas en ningún momento y sus vehículos habían sido blindados con chapas de acero. A pesar de esas precauciones, decenas de europeos encontraron la muerte a manos de los mau-mau.
Aquellos negros que colaboraban con los blancos o simplemente estaban en buenas relaciones con ellos, fueron las víctimas preferidas y entre ellos se produjo el mayor número de muertos.
En el otoño de 1 952 comenzó la orgía de sangre desatada por el mau-mau. En sólo dos años ultimaron a 53 europeos, de los cuales 28 eran militares, 21 asiáticos y varios miles de negros fieles a los blancos o simplemente neutrales.
El mau-mau estaba paralizando la vida de Kenia. Tropas inglesas tuvieron que ser enviadas para luchar contra la secta y hasta tuvo que intervenir la Fuerza Aérea Real. Además, los británicos incorporaron a la Guardia Metropolitana cincuenta mil nativos. Como réplica, los mau-mau mataron centenares de negros servidores de los europeos, en marzo de 1953.
Acosados, los mau-mau se refugiaron en lugares inaccesibles de la selva y en las laderas del monte Kenia, de donde salían en grupos, por senderos ocultos, a cometer sus crímenes.
Hasta el final de la lucha los cuadros dirigentes del mau-mau no sobrepasaron los setecientos hombres, que controlaban a miles de fanáticos. Al mando de la secta se encontraba el “señor Mariscal de Campo”, Dedán Kimathi, quien también se autodenominaba: “Primer Ministro Popular de África del Sur” y “Rey de África”. Según la opinión de un historiador, “No era más que un sádico asesino, cuyos selváticos cómplices perpetraron incontables atrocidades “.
El accionar permanente de las fuerzas británicas fue debilitando más y más a la secta. Hasta 1960 fueron detenidos 165.000 sospechosos; 136.000 enviados a prisión, 68.000 procesados y 12.900 declarados culpables.
Las bajas del mau-mau, según el cómputo oficial inglés, totalizaron 10.503 hombres, de los cuales sólo 505 fueron ejecutados, y el resto murió en enfrentamientos. Del medio millar de ajusticiados, 223 lo fueron por cometer crímenes; 172 por poseer armas de fuego; 88 por mantener relaciones con la secta; 14 por haber hecho el juramento del mau-mau; 6 por ayudar a la sociedad secreta y 2 por darles alimentos. Más allá de las estadísticas, es algo sabido que cientos de africanos sospechosos fueron ejecutados sin ningún tipo de juicio.
Poco después, en 1964, Kenia lograba su independencia, pero no por causa del terror mau-mau. Un africano -doctorado en Londres- que repudiaba a la secta y los métodos violentos, Yomo Kenyata, casado con una blanca, se convertía en el primer mandatario de la naciente república.